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Columna: Volver a habitar los espacios públicos

Marzo 2018
SantiagoRobles, columna, Codigo, ContemporaryArt, ArteContemporaneo, Uumbal

Los discursos que tienden a la hegemonía buscan convencernos, mediante diversos métodos, de que la otredad —todo aquel que es distinto a nosotros— es peligrosa y, por lo tanto, hay que evitar establecer relaciones con ella. El resultado de esto es que buscamos, quizá en algunos casos de forma inconsciente, que todo sea igual —o que por lo menos lo aparente, para que no nos asustemos. Pienso en la imagen de las desaparecidas torres gemelas de Nueva York reflejándose una a la otra en su similitud como excelente y terrorífica metáfora de lo que sucede con la voluntad ciudadana que habita las aldeas globales —no recuerdo dónde leí este ejemplo, pero es preciso. Tal es nuestro rechazo a lo diferente que los habitantes de la Ciudad de México nos conocemos cada vez menos, lo cual influye en que muchos lugares que compartimos nos parezcan distantes y agresivos, en lugar de considerarlos como algo nuestro.

Es obvio que existe una separación en muchos niveles entre la ciudadanía; pero también existe otra, muy importante, entre el entorno urbano y sus habitantes. Por ejemplo, habemos muchos que sólo recorremos caminos conocidos, y eso porque prácticamente no tenemos de otra —los Médicis en Florencia y muchos otros grupos llegaron al extremo de construir túneles y puentes entre sus edificios para no tener que salir a la peligrosa calle—. Aunque es completamente cierto que las vecindades de la ciudad moderna implicaban e implican una forma problemática de vida, anteriormente las personas por lo menos conocían a sus vecinos, sabían cómo se llamaban, podían realizarles algún encargo, y los niños aprovechaban el espacio público para jugar entre sí. Mucho de esto se ha perdido en la ciudad globalizada. El espacio público se convirtió, en gran medida, en red social y centro comercial.

SantiagoRobles, columna, Codigo, ContemporaryArt, ArteContemporaneo, Tocani

En una circunstancia ideal, la Ciudad de México estaría construida con base en las necesidades de las colectividades que la habitan; sin embargo, como ya he planteado antes en esta columna (ver El dominio del paisaje), es evidente que en la mayoría de los casos los espacios dentro de la ciudad se construyen a partir del beneficio que van a implicar en términos del capital privado, lo cual repercute directamente en el ámbito social.

Por lo tanto y frente a estos escenarios que enmarcan nuestra vida cotidiana en la gran urbe, ¿cómo podemos recuperar el sentido de pertenencia dentro de múltiples espacios que nos resultan tan ajenos hoy en día? ¿Nos preocupa en alguna medida hacerlo? ¿De qué forma se puede contribuir con la recuperación y creación de un nuevo sentido de comunidad? ¿Qué tipo de acciones pueden ayudarnos a re-conocernos entre los otros y con el entorno?

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Considero que una posible actitud frente a los problemas aquí descritos consistiría en volver a habitar los espacios públicos: explorarlos, recuperar tiempos para la contemplación, asumir responsabilidades y defender nuestro derecho al gozo; alejarnos un poco de las pantallas, cuestionar la supuesta seguridad que nos brinda nuestro hogar y dejar de considerar el entorno urbano como ese lugar peligroso, amenazante, que sólo nos puede servir —en el mejor de los casos— como una plataforma para transportarnos de un lugar a otro. Cosa que quizá se enuncie fácil pero resulta muy complicado de ejercer plenamente en el día a día, pues en las ciudades rara vez contamos con el tiempo o el interés para realizar cualquier actividad que no implique una transacción económica. Es por esto que me gustaría detenerme en tres proyectos relacionados con el campo artístico que problematizan la restitución de las funciones sociales del espacio público actual y su relación con la exploración de éste a través del movimiento físico, ritual y/o ceremonial.

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En el 2008, Alfadir Luna construyó una escultura a escala humana que bautizó como un «hombre de maíz». A través de una ceremonia, la escultura permite la articulación y la colaboración entre distintos comerciantes y personas que han desarrollado con el tiempo una suerte de veneración a esta figura. El hombre de maíz ha sido colocado en nichos de distintos mercados del barrio de La Merced. Con el paso del tiempo, los comerciantes empezaron a dejarle ofrendas y a adjudicarle valores espirituales hasta ser apropiado en múltiples sentidos —incluso se comenzaron a organizar procesiones colectivas.

Del 2008 al 2010 en el mes de octubre, el hombre de maíz era desmembrado y cada una de sus partes (cabeza, piernas, manos y demás) se distribuían en distintos mercados de La Merced. La procesión comenzaba y en su andar reunía todos los miembros de la deidad para volverla a armar y depositarla completa en el mercado mayordomo en donde sería atendida durante un año. Así, en el 2010 se inició la mayordomía del hombre de maíz, y en 2011 se acordó que viajara completo, re-unido en todas las ocasiones. Este andar colectivo y organizado a través de distintas rutas del Centro Histórico para transportar al ídolo es acompañado de chinelos bailadores, cestos con cascabeles, banda con instrumentos de viento y estandartes en los que son descritas las estrategias de comercio más empleadas en los mercados participantes.

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Alfadir logra, a través de una iniciativa cultural ligada embestiduras religiosas (en una forma libre, no ortodoxa), establecer lazos de cooperación entre los distintos agentes que diariamente le dan vida a los mercados de una zona específica de la ciudad, al tiempo que propicia que distintos grupos de personas —artistas, invitados, comerciantes, creyentes y público en general— se re-conozcan y se relacionen (algo que no sucedería en un día cotidiano dentro de la ciudad) so pretexto de realizar un recorrido en donde se habitan las calles de forma coordinada y con distintos objetivos comunes. Para David Le Breton, la vulnerabilidad del caminante es una buena incitación a la prudencia y a la apertura al otro más que a la conquista y al desprecio; así, a través de las procesiones del hombre de maíz, se valoriza la diversidad y la ciudad puede leerse como un entorno incluyente en el que se comparten las responsabilidades sociales y en el que las prácticas culturales pueden ejercerse de manera plena. Este proyecto se ha reproducido en ciudades del sureste de Estados Unidos de manera efectiva, lo cual corrobora que el arte puede servir como un medio para comunicarnos e identificarnos más allá de las fronteras políticas y económicas. El compromiso del autor como mayordomo fue de diez años, mismos que se cumplen este 2018.

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Mariana Arteaga, por su lado, impulsó en 2015 el proyecto Úumbal, el cual tuvo como objetivo estructurar una forma de organización a través de un organismo común en espacios públicos de la ciudad. Ante el menosprecio con el que son concebidos y tratados los cuerpos de las personas en la actualidad —los cuales desaparecen constantemente en nuestro país—, Arteaga buscó conformar una serie de gestos coreográficos que le devolvieran al cuerpo una dimensión colectiva y pública. Para ello, a través de una convocatoria abierta, se conformó un imaginario «bailador» a partir de donadores voluntarios que ofrecieron sus pasos para crear una coreografía colectiva y nómada que se trasladó varios domingos consecutivos por las colonias Santa María La Ribera, Buenavista y Tabacalera.

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Este proyecto se puede leer a partir de las complejas negociaciones que se realizaron entre ciudadanos, así como a partir de la apertura que se tuvo que adoptar para mostrarse vulnerables frente a los desconocidos. Del mismo modo, una serie de tolerancias se tuvieron que ejercitar a sabiendas de que se estaba trabajando por un bien común: defender el goce del cuerpo a través de una valorización que se aleja de la idea de que el disfrute debe suceder únicamente en espacios cerrados o necesariamente vinculados al consumo. Con el paso de las semanas, distintos vecinos se fueron sumando a esta ceremonia contemporánea cuidando a los coreógrafos de los automóviles, incluyéndose en el movimiento grupal y aportando agua y víveres, contribuyendo de esta forma con la proyección de una ciudad disfrutable y comunitaria, en donde todos nos podamos cuidar entre todos y nos deleitemos en espacios públicos sin sentir miedo de los demás.

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Finalmente, me gustaría mencionar el proyecto Tocani (del náhuatl toca: sembrar, tocani: sembrador) de Balam Bartolomé, en el que se invitó a la ciudadanía a participar en un ejercicio de exploración física de un territorio como proceso de vinculación social mediante el enterramiento de monedas antiguas de 50 centavos —en una de cuyas caras se encuentra representado el tlatoani Cuahutémoc— en la tercera sección de Tlatelolco. Los lugares donde fueron escondidos los tesoros se marcaron posteriormente en un mapa público ubicado en un muro externo del Centro Cultural Universitario Tlatelolco. Con esta sencilla acción, se generó, por una parte, un juego, una ceremonia y un diálogo entre desconocidos (aquellos que vieron el mapa y fueron a buscar qué se encontraba en los puntos señalados), del mismo modo que, a través de la caminata y la observación, se tejió una compleja relación con un entorno que ha albergado distintos sucesos cruciales para la historia de nuestro país; por ejemplo, la derrota del propio Cuahutémoc. Tocani propició, en muchos sentidos, la generación de un sentido de pertenencia y reconocimiento entre ciudadanos ligado al simbolismo de un lugar.

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Los casos que aquí he mencionado no parten de la ingenuidad. Sé que la tarea por modificar nuestro entorno es infinita y enmarañada, pero considero que a través de gestos como los aquí descritos se puede contagiar un ánimo por recuperar las calles, por procurar un sentido de comunidad que considere a los que falsamente se perciben como lejanos, distintos de nosotros, así como por reconocernos en un entorno público que todos compartimos y que, por lo tanto, necesitamos.

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Columna publicada originalmente en el portal de Internet de la revista Código el 21 de marzo de 2018.

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