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El dominio del paisaje. Un apunte sobre la distribución de visibilidad en el espacio público

Abril 2017

Tus propios actos le dicen al mundo quién eres y qué tipo de sociedad crees que debería ser

                    Ai Weiwei

Según estudios, el habitante promedio de una ciudad occidental recibe aproximadamente 3,000 impactos publicitarios al día, es decir, más de un millón al año. Y los que se transmiten a través de una pantalla conforman la mitad de todos los que recuerdan los consumidores. Debido a esto, los ciudadanos se vuelven partícipes —a veces voluntarios, a veces inconscientes— de un proceso de deshumanización. Los ejemplos abundan, pero uno de los más conspicuos es el que utiliza o reproduce los estereotipos de belleza: los emisores de estos mensajes imponen normas anatómicas que no coinciden con las características de las personas receptoras de la propaganda, cuya apariencia física resulta disminuida.

Y en estas realidades fabricadas, ¿dónde queda el habitante de los barrios que, por su situación económica, no tiene acceso a estos ideales impuestos? ¿Qué reacción pueden tener los ciudadanos de a pie cuando observan cómo, en provecho de la mercadotecnia, se pierde el espacio público que perciben como propio? ¿Alguien les preguntó si estaban de acuerdo con que la publicidad impuesta en su entorno se opusiera a sus gustos, intereses y necesidades? Como reacción a esto, hay jóvenes que salen a pintar las calles, a escribir su nombre en las bardas, a representar públicamente aquello con lo que se sienten identificados: vuelven a hacer suyo lo que, aunque legalmente no les pertenece, los representa: el territorio.

En años recientes, el gobierno de la Ciudad de México ha impulsado diversas iniciativas que pretenden funcionar como válvula de escape ante esta necesidad de expresión de un sector de la ciudadanía, creando proyectos permanentes como hidroARTE, en el cual los artistas o colectivos pueden realizar piezas de arte urbano en los muros de las instalaciones que resguardan los pozos de agua de la ciudad. Esto es posible mediante un permiso y un apoyo otorgado por una alianza entre las iniciativas pública y privada.

Además de que este tipo de programas no logran equilibrar la excesiva presencia de mensajes comerciales en la ciudad, ¿no están operando desde la misma verticalidad que los anuncios publicitarios? ¿Es democrático forzar a un ciudadano a mirar y convivir cotidianamente con una pieza, tal y como lo hace la propaganda, pero en aras de la cultura? ¿Por qué se impone la relación entre los gustos o intereses personales de un artista y los habitantes o usuarios de un entorno? Desde un punto de vista simbólico, ¿no están cercanos un grafiti anónimo, gigante e ilegible en el costado de un edificio, que el Guerrero Chimalli de Sebastián, o un anuncio espectacular de comida para perros?

Por más que se emplace en el espacio público una imagen sin fines de lucro —lo cual en muchos casos no se cumple, porque muchas pintas son patrocinadas por marcas comerciales—, no necesariamente deja de ser una representación impuesta, un símbolo hueco. Se podría responder que muchos artistas callejeros no buscan que su obra sea del agrado de los demás, que no tienen por qué considerar a los usuarios de las vías públicas, que se trata de un hacer por hacer, pero si no le interesan las personas ¿por qué no realizar su obra en un ámbito privado? Quizá los otros (su público potencial e involuntario) no les son del todo indiferentes.

También podría argumentarse que no solamente la publicidad o el grafiti son una implantación que violenta el entorno visual de una ciudad, sino que puentes, edificios, casas y todo aquello que configura el entorno urbano lo son también; es decir, nunca se realiza una consulta entre los vecinos de una zona para colocar un espectacular que va a modificar su paisaje urbano, ni tampoco para la realización de una mega obra pública que transformará radicalmente su entorno (léase #Shopultepec). Nadie consultó con la comunidad de la UNAM si estaba de acuerdo con la construcción del Edificio H, a pesar de que destruye la concepción territorial original del Espacio Escultórico.

La distribución de visibilidad en el espacio público siempre responde a intereses vinculados al poder. Entonces, frente a estas luchas por el dominio del paisaje, ¿no podría servir el arte como plataforma para establecer de forma colectiva un modo de actuar distinto a las prácticas hegemónicas del sistema? ¿Qué esfuerzos son necesarios desde el punto de vista de una cultura incluyente para volver a hacer nuestros los espacios que hoy en día nos resultan ajenos, incluso agresivos? ¿Qué pasa con aquellas acciones colectivas que buscan un espacio para desarrollarse en el entorno urbano, pero cuyo interés no es dejar una huella física perdurable? ¿Es viable pensar en una correspondencia unívoca entre lo que desea una agrupación y la configuración visual del espacio que habita? En muchos casos, quizás, esta estructura es reveladora de cómo se distribuye el poder en distintos territorios, de la falta de cohesión, de la indiferencia, del individualismo de sus habitantes y de la ausencia de la noción de comunidad.

El arte puede ser un espacio en el que se busque establecer relaciones horizontales entre los individuos que colaboran en su creación y los que van a convivir cotidianamente con las piezas en el entorno público. Estas prácticas culturales pueden surgir de intereses comunes que en lugar de maquillar un conflicto de individualización, en palabras de Claire Bishop, puedan abrirnos a la experiencia crítica del ‘estar juntos’, aunque esto en ocasiones resulte raro, esquivo o incluso molesto. Para lograrlo, una alternativa es apropiarse de algunos elementos característicos del sentido de comunalidad —descritos por Floriberto Díaz Gómez—, tales como el consenso en asamblea para la toma de decisiones, el servicio gratuito como ejercicio de autoridad, el trabajo colectivo como un acto de recreación y las prácticas artísticas como expresión del don comunal.

Es probable que así se pueda contribuir a desdibujar cierto hermetismo que separa al arte contemporáneo del público, y, de paso, desarrollar experiencias que permitan avanzar en dirección opuesta a la deshumanización, fragmentación e individualización, tan características de nuestra época.

Santiago Robles.

Ame Alce, Equilibrio (2017), para el proyecto HidroArte de la Ciudad de México. Imagen tomada de jadagram.com

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Texto publicado originalmente en la versión web de la revista Código, el 13 de marzo de 2017.

Gracias a Herson Barona por la invitación.

 

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