A mi padre, quien me llevaba de niño a arrojarle piedras al río.
A lo largo de este año, he caminado sobre algunos de los ríos y canales ya desaparecidos de la Ciudad de México. Esta iniciativa, aparentemente sencilla, pero en realidad muy complicada en una ciudad tan caótica y violenta como la nuestra, me ha permitido conocer y articular ciertas acciones de colaboración con distintos grupos sociales, todas ellas, afortunadamente, con un enfoque distinto al que tenía planeado originalmente: en febrero participé, junto con vecinos de la unidad habitacional Miguel Lerdo de Tejada de Azcapotzalco, en el diseño y pintado de un gran mural colectivo dividido en dos partes, al que nombramos Jardín Tepaneca; de marzo a junio, en la Plaza de la Alhóndiga, que es por donde corría unos de los brazos de la Acequia real, desarrollamos el proyecto Seis comidas compartidas con un grupo de trabajadoras sexuales y jóvenes en situación de calle del Centro Histórico; en mayo uní simbólicamente, mediante una caminata de siete horas por la Calzada de la Viga, lo que en épocas pasadas estuvo comunicado mediante canales de agua navegables: Xochimilco, la gran hortaliza de la ciudad, y el zócalo capitalino, lugar donde se comercializaban todos los productos traídos de la periferia.
La enseñanza que tuve a partir de estas colaboraciones, es que las circunstancias de estos grupos sociales se terminan por imponer ante lo que uno inicialmente considera realizable. Me acabé convirtiendo en una especie de medio para que ocurrieran ciertas conexiones entre personas, que ciertos acontecimientos se volvieran posibles. Geográficamente, estas acciones fueron proyectadas mirando hacia el Centro de la urbe desde mi casa-estudio, la cual está incrustada muy al sur de la ciudad. Sin embargo, surgió un gran interés en mí cuando alguien me recordó que aún más al sur hay un pueblo llamado Santiago Tepalcatlalpan, por el cual atraviesa uno de los pocos ríos a cielo abierto que quedan en la Ciudad de México 1.
Decidí visitar 2 el poblado y lo primero que me sorprendió de él fue encontrar algunos murales públicos realizados por niñas y niñas (se veían las manitas impresas con pintura). Lo segundo fue encontrar, en lo profundo del pueblo, un conjunto cultural público de dimensiones colosales y con una infraestructura considerable: cuarto oscuro, computadoras, librería, distintos salones de usos múltiples —uno con piso de madera y espejos para danza—, canchas deportivas de distintas índoles y un espacio inmenso al aire libre. Me sorprendió que este lugar estuviera semi abandonado. Nada, excepto por las canchas y alguno que otro espacio, estaba siendo aprovechado como se debería. El recién asignado coordinador del conjunto me explicó que ésa era la lamentable situación por la que atravesaban desde hace mucho tiempo.
Continué con mi exploración de mi pueblo tocayo, caminando río arriba, hasta que una pared de piedra con una cascada me impidió continuar (el origen del río se encuentra probablemente en la zona de Topilejo, en, Tlalpan, según pude vislumbrar en Google Maps posteriormente). Lo que encontré no me sorprendió: el río está altamente contaminado por desechos sólidos y líquidos. Hay nubes gigantes de espuma flotando en cada pequeño estanque del caudal. Constaté que muchos desagües de las casas ubicadas en la rivera tienen salida al afluente.
De vuelta en el pueblo, platiqué con algunas personas que viven y trabajan ahí, quienes me comentaron que normalmente los niños de la comunidad son los que se han sumado más a la organización de acciones colectivas (como los murales que vi). Varias reuniones se llevaron a cabo en los siguientes días para poder abrir la posibilidad de proponer una actividad qué realizar con la gente del pueblo. Llamé a mi compañera de batallas, Miss Baby Baby, y le propuse que invitáramos a los niños de Tepalcatlalpan a generar un taller de verano de artes visuales pensado específicamente para las condiciones del lugar. Finalmente, nos prestaron un salón para dicho fin en el Conjunto Cultural que había visitado inicialmente.
A partir de la experiencia obtenida en las primeras reuniones con habitantes del lugar, Miss Baby y yo decidimos que les propondríamos a los niños centrar el interés del taller en algunas posibles relaciones con el entorno natural, por ejemplo, el río. Nos surgían muchas preguntas: ¿les interesa a las niñas y a los niños el entorno natural?, de no ser así, ¿cómo fomentar este interés? ¿Cuáles son sus intereses? ¿Cuáles son las posibles estrategias para colaborar? ¿De qué forma se podrían llevar a cabo las acciones que se lograran consensar?
Los niños de Santiago, de entre nueve y doce años, fueron citados mediante carteles y volantes para presentarse el 27 de julio en el Conjunto Cultural Tepalcatlalpan y llegaron. No muchos, pero llegaron, y por suerte se mostraron entusiasmados ante nuestra propuesta de actuar en colectivo y decidimos a partir de conversaciones qué acciones se llevarían a cabo. La primera fue caminar por el campo y platicar. Caminando nos damos la oportunidad de aprender.
En una época en donde hay mucha mezquindad, las lecciones de atención y generosidad son ejemplares; y con esto me estoy refiriendo a todo lo que hemos recibido de los niños a partir de que comenzó el taller en Santiago: una retribución invaluable en muchos niveles y formas. Es impresionante lo poco que conocemos los habitantes de la Ciudad de México sobre el espacio que habitamos y sobre las personas que le dan vida día con día. Los niños de Santiago saben explorar los terrenos del pueblo, escalar cerros, seleccionar plantas y piedras, dibujarlas y también descifrar significados de imágenes (tanto de las pintas callejeras como de murales, por ejemplo, el de Ricardo Munguía que representa la historia de Santiago y que se encuentra en el Conjunto Cultural). Estos niños nos enseñan diario a Miss Baby y a mí la importancia de aprovechar los espacios que se encuentran en nuestro entorno urbano, sobre todo si son de carácter público. Los conjuntos culturales deben de ser un espacio de encuentro y expresión libre para la comunidad que los alberga, y esto se puede a llevar a cabo cuando aprendamos a conocernos como ciudadanos que compartimos un gran espacio y todo tipo de recursos, cuando estemos dispuestos a dedicarle tiempo y esfuerzo a articularnos en grupos sociales de distintos tipos, cuando entendamos que cada colonia es una oportunidad de conocer y ayudar, podremos comenzar a hacer frente a una gran cantidad de aversiones que padecemos actualmente como sociedad.
Algo que quizás le hemos devuelto a los niños, es que han conocido mejor al río, pues la mayoría no lo conocían más allá de haberlo visto desde alguno de los puentes que lo cruzan. Ahora no sólo lo han retratado, sino que sus familiares les han platicado cómo era antes: José, el abuelo de Diego, le explicó que hace cuarenta años se metía al río a diario, a nadar con sus amigos, pues el agua que corría era limpia, de montaña, y se aventaban clavados desde la cascada hacia la poza. Gracias a esto invitamos a un grupo de personas de la tercera edad a que nos platicaran sus recuerdos sobre el pueblo de Santiago, lo que nos permitirá vincularnos históricamente con el entorno.
En una ciudad caótica y violenta como la nuestra, recorrerla libremente, pintar por común acuerdo sus áreas públicas, cocinar en sus plazas, conocernos entre vecinos y articular cierto tipo de acciones, por pequeñas que sean, nos permitirán imaginar cómo queremos que se configure el futuro de la misma. Quizás logremos proyectar una urbe que no considere a los ríos como tubos de drenaje ni a los edificios públicos como lugares muertos. Por suerte no somos los únicos que pensamos así.
———————————-
Texto publicado originalmente en La Ciudad de Frente, edición impresa y web. Gracias a Gabriela Jauregui por la invitación.