Hay imágenes que en cuanto las apreciamos (¿existen si no las vemos?) resulta imposible borrarlas de la memoria. Todos lo hemos experimentado en repetidas ocasiones: la persona que nos gusta, la muerte de un ser querido, la inmensidad del mar, la opresión, una gran obra de arte. Muchos de estos estímulos se convierten en secretos personales, en pequeños y a la vez vastos tesoros que nadie puede experimentar de la misma forma que uno. Borges lo explica así: “Hay tantas biblias como lectores de la biblia”. Es decir, la forma en la que apreciamos la realidad tiene que ver, entre muchas otras cosas, con nuestras experiencias y nuestro acervo, e inclusive podríamos afirmar aún más: que hay tantas biblias como cantidades de veces se ha leído el escrito. No es lo mismo observar cierta imagen a una edad temprana que en una madura, la imagen cambia con el tiempo aunque sigamos siendo la misma persona. Tampoco resulta igual la forma en la cual podemos asimilar cierta vivencia en la niñez que revisitarla mediante un ejercicio de memoria muchos años después. Las imágenes cambian dentro de nuestra mente al igual que nosotros nos transformamos. ¿Qué pasa cuando una imagen se vuelve un referente colectivo dado que representa de forma tan clara una idea clave dentro de su momento histórico? ¿De qué forma se pueden transformar sus interpretaciones con el paso del tiempo y continuar vigente?
Una de las figuraciones contestatarias que llegó para quedarse en el imaginario de gran parte de la sociedad corresponde al grabado Libertad de expresión, creado por el artista michoacano Adolfo Mexiac en 1954. Sobra describir sus características aunque aún así lo haré para quienes no asocian este título con la imagen: consiste en la representación del rostro de un joven tzotzil de piel morena, cabello oscuro y mirada penetrante que tiene apretada, a la altura de la boca, una cadena de metal sujetada con un candado rotulado con las siglas U. S. A.
Su autor, quien actualmente tiene noventa y un años, ha explicado en diferentes ocasiones que la obra surgió como una afrenta enardecida a la intervención norteamericana en Guatemala que inició aquel año, también como protesta ante el despido del director del Instituto Nacional de Bellas Artes en México debido a que en el funeral de Frida Kahlo se cubrió su féretro con una bandera del Partido Comunista. Estos datos anecdóticos poco importan en términos del resultado de la obra, del gran impacto que tuvo y de sus posibles interpretaciones aunque ayudan a generarle un cierto contexto. Su capacidad de comunicar de forma directa condiciones sociales universales como la censura y la represión la convirtieron posteriormente en una imagen significativa de algunas movilizaciones sociales de 1968 como el mayo francés y la primavera de Praga; pero fue la revuelta estudiantil en México quien la convirtió en un ícono.
Resulta excesivo para las dimensiones de este texto describir y desarrollar las condiciones sociales y políticas de cada uno de los contextos en los que la obra de Mexiac (la cual dejó de ser de él y se volvió de todxs) representó el pensar y el sentir de una colectividad, basta recordar que ya desde entonces —y desde antes— los gobiernos de los lugares mencionados (el de Praga era comunista) tenían un control prácticamente absoluto sobre todo, incluyendo la prensa, la televisión y publicaciones diversas y, por lo menos en México, estos medios callaron al unísono frente a los conocidos actos de represión. Tomás Ejea Mendoza lo describe así: “Frente al poder monolítico del Estado, cualquier disidencia equivalía a una significativa contrariedad”. Esta idea se puede reafirmar si recordamos el pronunciamiento de aquel entonces del presidente mexicano Gustavo Díaz Ordaz en el que aludió al movimiento juvenil: “No queremos vernos en el caso de tomar medidas que no deseamos, pero que tomaremos si es necesario […] Hasta donde estemos obligados a llegar, llegaremos”. Al mismo tiempo, la juventud occidental estaba atravesando por un proceso de cambio de época: surgieron las pastillas anticonceptivas; los Beatles, Rolling Stones, Janis Joplin, Joan Baez, Bob Dylan y demás estaban sonando por doquier; García Márquez acababa de publicar Cien años de soledad; la televisión se había vuelto a color y la sicodelia estaba de moda, entre muchas cosas más. Es así que para distintos sectores sociales existía un amplio desfase entre el espíritu libertario emanado de su momento histórico y el autoritarismo político imperante. El grabado del joven con la cadena en la boca enarboló esta sensación de sofocamiento.
En términos formales, el expresionismo que había sido apropiado y desarrollado a partir de la década de los treinta por el Taller de Gráfica Popular (TGP), fue retomado por Mexiac para su obra pero ésta también se adelanta y establece de alguna forma vínculos con el tipo de comunicación que se volvió parte de la noción contemporánea del diseño y que llegaría a México a partir del 68 con las olimpiadas: la importancia de la síntesis tanto en las ideas como en sus formas, transmisión inmediata de un mensaje, sobriedad en el uso del color, apropiaciones de emblemas universales y el uso de metáforas. Para Humberto Musacchio: “La relación evidente de la gráfica del 68 con el TGP es su carácter aguerrido, protestatario, respondón”, y Libertad de expresión sirvió como puente de unión entre estas dos formas de producción cultural y política sumándose así a la tradición de la gráfica de izquierda que ha representado históricamente la afrenta simbólica frente al poder.
Regresando al inicio de este texto, al observar la obra de Adolfo Mexiac me queda clara la imposibilidad que tengo de pensar como un joven de 1968 y menos aún de 1954. Es fundamental consultar libros de historia, ensayos y demás escritos para ampliar nuestro conocimiento sobre los temas que nos interesan pero la realidad es que no todo se puede aprehender, hay cosas que se escapan a las revisiones e inclusive a los testimonios. Por aquellos años a mi papá, que siendo joven estudiaba en la UNAM, lo desaparecieron unos policías durante algunos días por transportar propaganda política en un Volkswagen. Sufrió tortura. Por lo tanto, mi interpretación de la realidad no puede ser igual a la de él. Sin embargo, esto no me imposibilita la generación de empatía a través de múltiples formas. El lazo familiar sería la más obvia pero el arte puede servir también para darle cara a un cúmulo de sentimientos derivados, por un lado, de una mezcla de impotencia frente a los hechos y por otro, de solidaridad con las causas. Mucho se ha insistido en que el arte sólo puede tener un fin en sí mismo y que su utilitarismo sólo implica un decremento en la calidad pero este argumento es ridículo, deja fuera a siglos de producción cultural. La claridad y la fuerza con la que se representa una idea —que a su vez deriva en muchas otras— en la imagen de Mexiac, permite que cada uno de nosotros podamos tanto imaginar ciertas características del contexto en el que fue creada así como ver reflejadas condiciones y experiencias generación tras generación y es así como la imagen continúa vigente.
Walt Whitman en su momento escribió algo así como: “Joven poeta dentro de 500 años, quiero que sepas que estoy contigo en tus luchas”. Ésta es una de las funciones más importantes del arte cuando se le relaciona con la política en un sentido pleno: la posibilidad que le brinda una pieza a su espectador de generar empatía con otras luchas de otros tiempos (¿todas son la misma?) a la vez que puede continuar sirviendo como un reflejo de nuestras situaciones actuales. Seguramente no interpretamos la reproducción del busto del joven tzotzil de los mismos modos en los que se hacía en 1954; las formas de ver se modifican, sin embargo, la imagen se ha enriquecido simbólicamente a través del tiempo y hoy en día articula a todas las movilizaciones pasadas en las que ha sido utilizada así como encarna a cualquier habitante actual de nuestro territorio frente a la opresión masiva del narco-estado.
El ilustrador mexicano Santiago Solís es quien ha realizado una de las intervenciones a la obra de Mexiac más contundentes de nuestro tiempo. Por lo pronto no considero necesario escribir más, el diseño del cartel sustenta lo que aquí se ha planteado. Y es que hay imágenes que en cuanto las apreciamos, nos dicen tantas cosas que resulta imposible borrarlas de la memoria.
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Texto publicado originalmente el 14 de mayo de 2018 en el portal de Ambulante.
Gracias a Elena Coll y a Ambulante por la invitación.