Una caravana migrante, compuesta por alrededor de 7 000 personas, está cruzando Niltepec, Oaxaca, mientras escribo este texto —las cifras en cuanto al número de individuos que caminan rumbo al norte varía según la fuente; pues no existe un conteo oficial. El colectivo partió el 12 de mayo de la ciudad hondureña de San Pedro Sula y, conforme avanzó, muchas personas decidieron adherirse a ella hasta que fueron recibidas por un arduo despliegue de violencia por parte del gobierno mexicano cuando pretendieron ingresar a nuestro país. Tras la presión y la mirada internacional, se tuvo que ceder. La mayoría de los migrantes que conforman este grupo (un grupo de grupos) provienen de Honduras y el Salvador y se estima que el 25% está compuesto por niños.
Las causas que han impulsado esta especie de éxodo son múltiples y complejas: huyen del hambre y de la violencia, están caminando para buscar un trabajo más digno que el que pueden obtener en su lugar de origen (si es que lo pueden obtener), y avanzan con la ilusión de encontrarse con un futuro mejor. Paradójicamente, el gobierno de Estados Unidos de América —país al que se dirigen y cuyo presidente acaba de anunciar el envío de 5 200 militares a su frontera con México, además de los 2 092 miembros de la guardia nacional que ya están ahí— es, en gran medida, la responsable histórica de este desplazamiento humano colectivo. El intervencionismo político, económico, militar y cultural del país del norte en Centroamérica, a lo largo de la historia, es una de las principales causas de las condiciones de pobreza, marginalidad, violencia y segregación que padecen los habitantes que ahora caminan desprotegidos y a merced del narcoestado mexicano en un acto de desesperación: «Si nos toca morir, ¿pues qué se le va a hacer?, cualquier cosa es mejor que regresar a Honduras», afirma el entrevistado de un video que se puede consultar en internet.
En un conteo de 2016, de los países con más de 20 muertos por violencia por cada 100 000 habitantes, el Salvador ocupaba el segundo lugar y Honduras el cuarto. El índice global de impunidad coloca a Honduras en el puesto número doce y a El Salvador en el trece. A esto se adhiere la complicidad entre la clase política de aquellos países y los grupos criminales, la violencia doméstica, la coyuntura económica y las catástrofes naturales derivadas del cambio climático —del cual Estados Unidos es uno de los principales responsables globales, aunque el presidente Trump afirme que este fenómeno no es verídico y que todo se trata de un complot chino.1
Desde que la caravana dejó entrever sus claras intenciones de cruzar el territorio mexicano para llegar a la frontera estadounidense, diversos comentarios alarmantemente xenófobos por parte de nuestros compatriotas se han expresado a través de las redes sociales de internet, lo cual contrasta fuertemente si recordamos cómo a mediados del presente año circularon imágenes de niños mexicanos migrantes separados de sus familias y enjaulados debido a las políticas impulsadas por el presidente Trump. Este último hecho vino acompañado, naturalmente, de fuertes reclamos internacionales, principalmente provenientes de México y ahora es nuestro país quien reproduce esta forma de pensar hacia nuestros hermanos hondureños y salvadoreños. Esto es una vergüenza.
Mientras continúo escribiendo este texto se anuncia en los medios de comunicación la victoria de Jair Bolsonaro como presidente de Brasil, un individuo que ha denominado públicamente a un sector de los habitantes de su país como «indios pestilentes y maleducados», entre muchas otras cosas. El giro de timón hacia la extrema derecha parece no tener regulación actual en este inmenso barco mundial. Frente a este hecho recuerdo cómo las humanidades se han visto altamente afectadas por parte de las estrategias neoliberales educativas en distintas partes del planeta, incluyendo México. Se han eliminado los programas de filosofía, ética e historia de la educación básica porque se pretende que los estudiantes se conviertan únicamente en técnicos capacitados para trabajar en las grandes empresas trasnacionales pero sin poseer capacidad crítica ni analítica. Por lo tanto, es urgente repetir, en este contexto, que la educación y la cultura son una de las principales herramientas para promover el desarrollo de empatía y de reconocimiento por el otro, así como la valorización de la diversidad y el medio ambiente como una característica fundamental y enriquecedora de la humanidad.
A partir de este escenario —cruzado por la falta de oportunidades de desarrollo, la migración y la xenofobia— me gustaría detenerme en una pregunta relacionada con las posibles funciones del arte en el ámbito social —y que es parte de muchas otras que se han formulado históricamente. ¿Cuándo y de qué forma una obra emplazada en un contexto público puede volverse un agente social de cambio? ¿En qué puede consistir esta transformación en términos de la población? Todo producto cultural cumple una función social, es cierto, pero en este caso me refiero a las prácticas o productos artísticos que pretenden, a partir de propiciar campos de reflexión, incidir en temas que nos involucran colectivamente como los planteados al inicio de este texto.
El primero de enero de 2014, un colectivo de activistas y artistas anónimos crearon un memorial en la frontera de México y Estados Unidos de América conformado por 20 banderas negras, cada una de estas banderas representó un año desde que el TLCAN había sido implementado. La relación entre la instalación y el acontecimiento económico al cual hace referencia, tiene que ver con que, a partir de que este tratado se puso en marcha, las muertes de migrantes mexicanos aumentaron drásticamente en la frontera norte (véase Un futuro memorial para el TLCAN). En este sentido, este gesto escultórico hace una referencia directa a cómo es que la economía entre los países se abre pero los límites territoriales, la garantía de que se cumplan los derechos humanos, se cierra —y aquí podríamos recordar como ejemplo reciente, el histórico deshielo iniciado también en 2014 entre Cuba y Estados Unidos de América, tras medio siglo de revolución castrista.
¿Qué funciones está cumpliendo este antimonumento?, y aquí podríamos pensar también en el +43 de avenida Reforma en la Ciudad de México, entre otros. ¿Es suficiente la función de una obra como partícipe de la palestra simbólica de las representaciones sociales? ¿La gente que históricamente ha decidido ignorar estos hechos puede cambiar de opinión política por ver una obra relacionada con el campo artístico? A expensas de que estas preguntas, quizá, podrían resultar parroquiales para un público instruido en temas relacionados con el arte y la cultura visual, me parece pertinente formularlas, sobre todo porque nos encontramos en un contexto en el que los sentidos de las cosas están siendo altamente manipulables, en el que la posverdad enunciada por políticos, comunicadores, especialistas e intelectuales es una moneda de cambio cotidiana hacia la población, vasta con atender la discusión actual sobre la consulta del aeropuerto en Texcoco.
Elegí referirme a Un futuro memorial para el TLCAN porque, de pronto, parecería que solo las obras de intervención comunitaria que arrojan datos duros de transformación social, pudieran estar cumpliendo una función como agentes de cambio; pero me parece que no es así. Desde que el hombre comenzó a caminar por el vasto territorio, sintió la necesidad de dejar testimonios físicos de su existencia, como bien lo apunta Francesco Careri en relación con los menhires prehistóricos. Esta voluntad por dejar vestigios de nuestro paso por el territorio colaboró también con la creación de conciencia, y le otorgó un sentido a la existencia humana más allá de satisfacer únicamente las necesidades fisiológicas básicas.
Aunque en la actualidad, parecería que los únicos monumentos que el poder quiere que se mantengan en pie en las ciudades son los centros comerciales (cosa que ya vimos que no sucede plenamente con el ejemplo de Artz Pedregal), los antimonumentos mencionados arriba están cumpliendo una función única pues se encuentran apartados del discurso hegemónico, al mismo tiempo que narran coyunturas específicas de nuestra época. Circunstancias que, en muchos sentidos, quedan fuera de los reflectores mediáticos y que se caracterizan por no generar ningún tipo de reacción para muchos sectores de la sociedad como, de nueva cuenta, sí ocurre en el caso de un aeropuerto cuyo destino se determina mediante la participación ciudadana.
Las personas migrantes que han observado el memorial de banderas negras quizá no puedan obtener un beneficio práctico e inmediato de él pero sabrán que hay otras personas, desconocidas quizá, a quienes les importa la situación por la que están atravesando quienes han sufrido circunstancias similares y que han decidido dejar una marca, una sentencia sobre nuestra condición como humanidad en estos tiempos en que las empresas tienen mejores condiciones de vida que muchos humanos, y en donde la muerte de las personas debido a políticas económicas y migratorias específicas es poco atendida. Estas construcciones sirven para generar identidades distintas a las enunciadas desde el control económico. La generación de empatía a través de un gesto simbólico cumple una función que no es equivalente a ninguna otra cuestión pragmática: el reconocimiento, la demarcación de una contexto común, la identificación con otras personas dentro de un contexto particular. Ésta es una de las funciones del antimonumento, dejar un vestigio, partiendo de la lógica descrita sobre los menhires, de que somos algo más que elementos de consumo, que somos personas con nombres y apellidos aunque los tratados de libre comercio nos consideren como unidades de trabajo y, sobre todo, que nuestras muertes deberían de ser prioridad nacional en términos de justicia y desarrollo social.
Alejandro Gómez-Arias acierta al apuntar que el arte históricamente ha servido para generar un espacio de operación cultural y social mediante el cual las relaciones de negocios y placer pueden formarse para consolidar y reforzar el poder, la riqueza y los privilegios; sin embargo, es evidente también que existe otro tipo de práctica artística, creada a partir de una enunciación distinta que no apuntala necesariamente al circuito comercial cultural como único fin. ¿Puede un antimonumento servir como un agente social de cambio? Este pregunta rebasa los alcances del presente texto, pero por eso precisamente es que está presentada, para que cada quien, si es de su interés, pueda buscar responderla desde su campo de acción y esto le pueda ayudar a generar nuevas preguntas que nos permitan entender y reaccionar dentro de en un contexto tan problemático como el actual. Quizá el arte por sí mismo no pueda resolver problemas de forma directa —esto se podría discutir—; sin embargo, tiene la capacidad de crear en las personas distintos tipos de reflexiones (de tipo social, política, afectiva, estética) y estos individuos, transformados en su conciencia, pueden inferir de forma efectiva en sus contextos. Claro que esto no se realiza de una forma inmediata ni automática, es un proceso complejo que puede ser analizado desde distintas perspectivas. Pero considero que la cultura es uno de los caminos más sustentables a seguir pues se pueden plantear afrentas sin recurrir a la violencia. Es aquí en donde considero que existe el potencial para generar una transformación en términos poblacionales, a partir del cambio individual que tendrá injerencia en lo colectivo.
————————-
————————–
Texto publicado originalmente en el portal de la revista Código, el 1 de noviembre de 2018.