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Columna: Zonas de transición. Propuesta periférica

Julio 2018
SantiagoRobles, Codigo, Caminar, Arte, Entorno, Art, Columna, GuyDebord, Walking, Careri

La gran ciudad es un parásito que se constituye en la negación absoluta de lo rural.

                    Bolívar Echeverría

Actualmente, las zonas privadas y comerciales son las que definen la organización de las ciudades. Esto provoca, en parte, que como ciudadanos conozcamos muy poco del territorio urbano: transitamos siempre por los mismos sitios, convivimos con personas semejantes, compramos en lugares idénticos. Las rutinas nos brindan una especie de seguridad —nos sentimos a salvo en nuestra zona de confort—; sin embargo, es una condición que al mismo tiempo que nos acerca a ciertas zonas, nos aísla de muchas otras. Nuestra vida en las grandes urbes es individualista y fragmentaria (véase El dominio del paisaje). Para Fernando Carrión: «El embate neoliberal hizo que la ciudad se rigiera más por el peso del mercado que por efecto de las políticas públicas, lo cual condujo a que el espacio público, por un lado, perdiera su funcionalidad original de ordenador de la ciudad y, por otro, operara como un freno para la acumulación del capital privado». Frente a esta situación —que aquí planteo de una forma muy corta y general—, el arte lleva reaccionando desde hace por lo menos un siglo, aunque en esa época no se utilizara el término neoliberalismo.

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Desde entonces, una enorme cantidad de proyectos, artistas y autores se han evocado, desde múltiples perspectivas, a atender problemas derivados de las relaciones entre los ciudadanos y sus entornos habitables. El artista se ha convertido en investigador urbano, en una especie de naturalista que camina por la ciudad redescubriendo su ecosistema, haciéndola su objeto de estudio y laboratorio de experimentación. Algunos de los modelos derivados de esta interacción son la ciudad banal dadaísta, la ciudad inconsciente y onírica surrealista, la lúdica y nómada de los situacionistas, la entrópica de Robert Smithson y una lúdica, sin reglas de uso descrita por el urbanista Rodrigo Díaz. Muchos son también los autores que se han enfocado en el reconocimiento físico de distintos territorios con la finalidad de contemplarlos pero, sobre todo, de habitarlos de un modo significativo: Guy Debord y su noción de deriva, Francesco Careri y su andar como práctica estética, David Le Breton y sus exploraciones que jamás agotarán un paisaje, Werner Herzog y el mundo de intersignos que solo el caminante percibe, William Hazlitt y la lectura del «libro de la naturaleza» en sus paseos, Robert Louis Stevenson y su caminar como oposición a la velocidad de los tiempos «modernos» (1876), Luigi Amara y su salto en caída libre hacia el vagabundeo, Antonio Calera y su discurrir («escurrir, si nos viene bien») por el camino, y muchos más.

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Es en este contexto y devenir, pero también gracias a la actualidad política que atraviesa nuestro país, tengo una propuesta complicada e incompleta que quiero hacer a favor de identificar, explorar, registrar, conocer y repensar la urbe mientras se camina. Aprovechemos y acompañemos la distribución de las dependencias federales que llevará a cabo el próximo gobierno de México (sin importar si estamos de acuerdo con su postura o no) para cuestionar nuestra idea de ciudad y para empujarnos a descentralizarnos física e ideológicamente, es decir, para ayudarnos a conocernos mejor: visitemos zonas de nuestra ciudad a las que nunca asistimos; por ejemplo, la periferia, zona de transición entre lo urbano y lo rural. Esta propuesta no busca incitar a realizar turismos citadinos exóticos con fines de gentrificación («me voy a las afueras a ver qué terrenito me compro o qué negocio hecho a andar») ni a contribuir con la contaminación en otros entornos además de los que ocupamos cotidianamente. Me refiero a cultivar en nosotros una voluntad por conocer con respeto, a través de un ritmo pedestre, el amplio espacio que ocupan las ciudades, la diversidad que albergan y, por lo tanto, dejar de considerar a lo otro, lo que está allá afuera, como ajeno a nosotros. ¿Cuál es el sentido de esta propuesta? ¿Está muy «chaira»? Quizá y por eso me gustaría enmarcarla y desarrollarla brevemente en las siguientes líneas. Utilizaré como ejemplo la Ciudad de México porque es la que me concierne, aunque la propuesta es aplicable a cualquier urbe de amplias dimensiones; es decir, en donde la fragmentación social sea más evidente.

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Somos alrededor de 22 millones de personas las que nutrimos a este conglomerado conocido como Zona metropolitana del valle de México, conformada por la Ciudad de México, más 59 municipios del Estado de México y uno del Estado de Hidalgo —debido a que las masas urbanas crecieron y se fusionaron en una sola. Escasas metrópolis en el mundo han presentado un crecimiento poblacional tan alto: somos la séptima ciudad con más habitantes del planeta, y pocas lo han hecho de una forma tan extendida como la Ciudad de México —con una superficie aproximada de 1,495 Km2—, lo cual la convierte en la urbe más grande del continente americano y de todo el mundo hispanohablante. A pesar de sus dimensiones y fusiones, políticamente todavía hay un área nebulosa a la que podemos llamar Ciudad de México, la cual se alberga principalmente en nuestro imaginario pues en realidad no la conocemos. Dentro de ella, la creación y el mantenimiento del entorno urbano —contrario al discurso político— enfatizan y encarnan las brechas de desigualdad que hay entre sus habitantes, especialmente si consideramos la diferencia de condiciones que existen entre los centros económicos y culturales de la ciudad y el estado general de la periferia o zona conurbada. Esta metrópolis contemporánea se basa no en la subordinación del campo a la ciudad como sucedía anteriormente, sino en la subsunción completa de lo rural a lo urbano, incluso en la destrucción del campo en beneficio de la urbe, lo cual contribuye a que a los habitantes del centro de la Ciudad de México, en general, no les importe o poca idea tengan de lo que sucede en los territorios circundantes a ella (a través de las redes sociales y distintos medios de comunicación, conocemos más ciertos aspectos de otras ciudades del mundo que lo que sucede en la periferia de la nuestra). La gran Ciudad de México se considera a sí misma absoluta, capaz de organizar un campo artificial circundante hecho a su medida. Esto quiere decir que, por sus dimensiones y su modelo social y económico actual, la metrópolis no tiene la capacidad de respetar la especificidad del campo sino que lo concibe y emplea como una entidad técnicamente sustituible que puede ser producida a partir de sus necesidades.

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Las zonas de transición son los lugares en donde se delimita lo que entendemos como ciudad, son las que le dan coherencia y un sentido territorial. Se caracterizan en la Ciudad de México, por una parte, por ser el sitio donde la periferia invade el campo, es decir, donde se urbaniza el espacio rural; y hacia el norte, por ser espacios en donde la urbe creció de forma desmedida y se mezcló con otras poblaciones que corresponden con otras demarcaciones políticas. Como ciudadanos normativizados, ¿qué podríamos esperar de estos espacios limítrofes? La propuesta que estoy intentando desarrollar aquí no es tan ingenua ni tan romántica, es evidente que, en muchos de estos territorios, existe escasez de servicios, viviendas precarias y situaciones de marginalidad, entre muchos otros problemas —que también ocurren de otra forma en los centros—. Pero habrá que abandonar las rutas habituales, caminar y encontrarse de frente con el paisaje para comprenderlo de una forma extensa. Se busca crear gestos simbólicos que deriven en un conocimiento más amplio y profundo del territorio que habitamos y que, por lo tanto, compartimos. De paso y esforzándonos, podríamos apoyar las economías locales que buscan aprovechar su entorno de forma sustentable.

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Conocer los límites de la ciudad nos permitirá entendernos mejor como sociedad y por lo tanto, también como individuos —debido a la asimétrica distribución de bienes—, servicios e infraestructura que existe entre el centro y la periferia de la urbe. El «alejamiento de la modernidad» que la periferia implica, funciona como termómetro de la situación social pues es en donde salen a relucir los principales problemas comunitarios.  Esta proposición periférica y pedestre por salir de nuestras zonas de confort se acerca también a lo que Guy Debord denominó psicogeografía, que implica buscar y detectar cómo el paisaje influye en nuestras emociones y en nuestra manera de percibir la realidad —en este caso, en nuestra concepción de la idea de ciudad y su relación con lo rural.  Dejarse llevar libremente a través de caminatas extensas con la finalidad de conocer mejor la relación de tensión entre lo urbano y lo rural, y compartir esta experiencia —por ejemplo— mediante descripciones narrativas, imágenes fotográficas, dibujos del entorno, mapeos, sonidos ambientales y diálogos con los habitantes de distintos lugares nos puede permitir socializar de una forma amplia las experiencias adquiridas en las zonas de transición de las ciudades. Así promoveríamos un interés por conocer nuestra ciudad actual, no únicamente la que podemos encontrar en los libros que describen el pasado «glorioso» de la urbe ni los escritos que pretenden generar un modelo teórico sobre ella, sino salir, caminar y encontrarse de frente con el gran paisaje que nos alberga e identifica. En palabras de Peter Krieger: «Las ciudades son el símbolo de lo posible, son un contenedor de ideas, de memorias individuales y colectivas, son espacios de experimentación, de urbanidad como habitus de convivir».

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Texto publicado originalmente en el portal de la revista Código, el 25 de julio de 2018.

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